lunes, 28 de agosto de 2017

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          BLOG DEL PROCESO DE PAZ
LOZANO GOMEZ-ANZOLA SAAVEDRA
¿Por qué Santos sí pudo dialogar con las Farc?
Desde 1982, Colombia ha tratado de negociar 7 acuerdos de paz. En 34 años hemos fallado 6 veces

Desde 1982, Colombia ha tratado de negociar siete acuerdos de paz, y en el transcurso de 34 años hemos fallado seis veces. Un récord que muestra que gran parte del éxito de hoy se debe a que el presidente Santos recogió importantes lecciones de sus antecesores. Sí, era clave saber cuándo sentarse con las Farc, pero más importante, y uno de los grandes méritos de Santos, era reconocer que la construcción de la paz es una obra histórica y no personal, y que por ello se sentó a esa mesa de negociación con la historia de nuestros fallidos procesos en la mano.
Santos inició su mandato como Belisario Betancur, con la paz al frente de sus propuestas para Colombia. Pero “el plan de paz de Betancur era excesivamente generoso... Había abogado por una amnistía general para los alzados en armas en contra del Estado, sin requerir más que las guerrillas depusieran las armas y retornaran a la vida civil” (Henderson, 2015). Jaime Bateman, comandante del M-19, rechazó su propuesta por considerar que faltaban reformas sociales y políticas esenciales. Esas negociaciones colapsaron rápidamente cuando el M-19 se tomó el Palacio de Justicia y el Gobierno autorizó acciones militares para retomar el control. Mientras tanto, las Farc y el Partido Comunista cofundaron la Unión Patriótica (UP).
Aunque muchos clasifican el proceso de Betancur como catástrofe, tres lecciones le dejaron al gobierno Santos. Dos positivas, que [1]aceptan que “... la oposición armada es un actor político y que era necesario abrir un diálogo con ellos” (Chernick, 1996); y [2]que abren la democracia colombiana para darle espacio a ideologías antes rechazadas.
Sin embargo, la lección principal del fracaso de Betancur, y más importante en el proceso actual, es que la paz no se puede negociar sin apoyo político, y menos en contra de la ideología del propio partido.
El presidente Virgilio Barco compartía con su predecesor el compromiso con la paz. Probablemente por la debacle del Palacio de Justicia, su aproximación lo llevó a limitar el foco de las negociaciones con la guerrilla al desarme e inclusión política para reafirmar: “... la autoridad del Estado como Estado” (ibíd.). Pero el gobierno de Barco coincidió con la guerra de los carteles de la droga contra la administración, con la presión por las inhumanas acciones de nuevos grupos paramilitares. Estos factores descarrilaron su plan de paz durante tres años. Aunque Chernick (1996) considera que la estrategia de Barco no estaba diseñada para terminar el conflicto, sino para mostrar el poder del Gobierno y deslegitimar a las guerrillas, la historia muestra que, a pesar de grandes dificultades, el gobierno de Barco firmó tratados de paz con el M-19, el Quintín Lame y una fracción del Epl. Tres grupos revolucionarios que dejaron las armas y retornaron a la vida civil. Ese mismo año, 1989, el M-19 se convirtió en un partido político aún activo (Sequera, 2014).
Desde ese entonces, ningún otro presidente ha firmado un solo acuerdo de paz con un grupo guerrillero, y por ello el legado de paz del gobierno Barco es el más importante para entender por qué Santos sí pudo. Su implementación pionera de un marco institucional limitado para negociar la paz se convirtió en la más fuerte de las herramientas en la negociación de La Habana. Santos impuso una ruta clara, restringida a cinco puntos, que además excluyó el modelo económico, las Fuerzas Militares, y el cese del fuego bilateral antes del fin de las negociaciones.
Gaviria asumió la presidencia con el propósito de continuar las políticas de paz de Barco, pero sus esfuerzos se vieron opacados por la inestabilidad creada por los asesinatos de Galán, Pizarro, Pardo Leal y Jaramillo, la guerra contra Pablo Escobar, la reforma constitucional y la apertura económica. Ante tal coyuntura, un proceso de paz exitoso era una posibilidad remota, pero sería desacertado atribuir el fracaso únicamente a las circunstancias en las que se encontraba el país. Más importante aún fue que el proceso concebido por Gaviria ignoró una de las lecciones más importantes del gobierno Betancur: las Farc eran y debían entenderse como un actor político para que el propósito de negociar la paz pudiera arrancar con una base sólida.
Al analizar la propuesta de Gaviria, Chernick (1996) se pregunta: “¿Por qué un gobierno no puede discutir grandes problemas nacionales con grupos armados ilegales y usar dichas conversaciones para encontrar soluciones nacionales?”. Su respuesta es maravillosa: “Encontrar soluciones conjuntas no implica que la guerrilla represente a la sociedad civil. La guerrilla probablemente no representa a nadie, y, aun así, el Gobierno tiene la responsabilidad de promover los cambios que el país necesita por cualquier medio que sea necesario, y los procesos de paz tienen esa función” (ibíd.). Esta fue una gran lección para La Habana. Aunque los métodos guerrilleros son bastante cuestionables, sus voces señalan problemas reales que afectan a la mayoría de los colombianos. La tremenda desigualdad del país, y la necesidad de una reforma agraria –pospuesta y fallida demasiadas veces– son solo dos ejemplos de ello. Dado que las Farc son parte del problema y contribuyen significativamente a la inseguridad rural y a la desigualdad, escuchar sus propuestas de soluciones y unirlas a las ideas del Gobierno les permitió a los actores de esta negociación lograr acuerdos que beneficiarán a todos los colombianos. Reconocidas técnicas de mediación fomentan que partes opositoras trabajen juntas en la solución de un problema no solo para llegar a un consenso, sino para garantizar el compromiso mutuo con la solución (Schneider et al., 2005).
La presidencia de Samper se ignora en la historia de los procesos de paz colombianos porque su gobernabilidad fue limitada por el proceso 8.000. No obstante, su importante contribución fue recuperar el reconocimiento de las guerrillas como actores políticos y posibles participantes en el sistema democrático. Aunque pocos lo saben, el gobierno Samper implementó la nueva Ley 418 de 1997, que reabrió la posibilidad de negociar acuerdos de paz con la guerrilla; el marco legal que permitió a Pastrana alcanzar la presidencia bajo la promesa de terminar el conflicto.
El proceso de paz del Caguán arrancó con los dos mismos errores cometidos 16 años antes por Betancur: excesivas concesiones a las Farc al desmilitarizar el Caguán, lo que fortaleció al grupo guerrillero militar y financieramente. Su segunda falla, avanzar las negociaciones sin apoyo político. Santos fue ministro del gobierno Pastrana, y vio de cerca los costos de estos errores. Su decisión para que el desescalamiento del conflicto no fuera parte de la negociación hasta tener un acuerdo general en la mayoría de los puntos es prueba de las lecciones que aprendió. Un inamovible que ni seis ceses del fuego unilaterales de las Farc ni presiones sociales y políticas pudieron cambiar. Santos se mantuvo firme, tanto que el cese del fuego bilateral solo llegó cuando tuvo el Acuerdo Final en su mano. Esta fue, sin duda, una de las decisiones más acertadas del Presidente.
La lección aprendida sobre la necesidad de tener apoyo político se evidenció en las elecciones presidenciales del 2014. Santos ganó gracias a una alineación silenciosa e inesperada; una fuerza donde la ideología y los principios partidistas pasaron a segundo plano para unirse en una coalición por la paz que derrotó en las urnas al candidato de la guerra. Pero Santos afianzó el apoyo a la paz al incluir a las víctimas y a los militares en esta negociación.
El fracaso del Caguán propulsó a Uribe al poder con un discurso agresivo contra las Farc y bajo la bandera de la seguridad democrática. En su segundo período, Uribe inició dos negociaciones con grupos alzados en armas.
Pemberthy (2009) argumenta que la primera, con las Farc, se dio por la presión internacional que demandaba negociar la libertad de tres contratistas estadounidenses y siete políticos en cautiverio por más de cinco años.
La segunda, con las Auc, confirmó que “... el paramilitarismo en Colombia es un fenómeno mucho más profundo que su aparato militar” (Arnson, 2006). Los diálogos diametralmente opuestos con cada grupo muestran un Uribe excesivamente tolerante con los paramilitares, que nunca pretendió llegar a un acuerdo con la guerrilla.
Uribe modificó la Ley 418 de 1997, que incluyó grupos paramilitares entre los grupos armados con que el Gobierno colombiano puede negociar. Gracias a la ‘pequeña’ modificación, Uribe los reinsertó, sin medir que así le garantizó a cualquier grupo criminal el derecho a ser juzgado bajo el mismo marco institucional. Aún más polémico fue su modelo de justicia para castigar esos crímenes.
Una de sus primeras leyes, Ley 782 del 2002, de Justicia y Paz, propuso penas alternativas con condenas de 5 a 8 años de prisión para los paramilitares que contribuyeran al esclarecimiento de sus crímenes y se comprometieran con la resocialización, pero además definía la posibilidad de indulto para los miembros del grupo. La Corte Constitucional consideró que esa ley violaba los derechos de las víctimas porque reducía las condenas de los agresores con tan solo revelar la verdad de sus crímenes durante procesos judiciales. La Corte obligó a Uribe a incluir en la ley un componente integral de verdad y reparación.
Esa Ley de Justicia y Paz se convirtió en la base judicial mínima aceptable para cualquier grupo ilegal dispuesto a negociar su desmovilización. Más grave aún, esta ley excluyó la posibilidad de que actores privados y estatales que participaron activamente en el paramilitarismo fueran juzgados bajo su marco.
La justicia de Uribe le dejó lecciones cruciales a la justicia transicional propuesta por Santos. De Uribe retomó la necesidad de establecer penas alternativas, pero abolió la posibilidad de que los miembros de grupos armados recibieran amnistías totales. De la Corte retomó que, si no se exige a los juzgados el completo esclarecimiento de sus crímenes, se violan los derechos fundamentales de las víctimas. Igualmente importante es que a través de la expresión “en contexto y en razón del conflicto armado”, la justicia transicional acordada en La Habana repara el hueco abierto por Uribe al, deliberadamente, excluir a todos aquellos grupos criminales que delincan por fuera del conflicto.
Esta justicia transicional establece que los actores privados que financiaron o se beneficiaron del conflicto también deben responder por sus faltas, aunque también pueden beneficiarse de la reducción de penas para quienes confiesen la verdad de sus crímenes y reparen a sus víctimas. Además, el legado Uribe le trajo a Santos un elemento crucial para dar inicio a la negociación: el mensajero que Uribe utilizó para contactar a las Farc (Semana, 2012).
Se afirma que las Farc se sentaron a negociar porque la seguridad democrática de Uribe debilitó profundamente el grupo guerrillero. Sin embargo, cifras oficiales muestran que en el 2011 las Farc ejecutaron el mayor número de ataques; el mismo año en que el Ejército logró eliminar a los líderes guerrilleros más veteranos. Sin duda, las Fuerzas Militares laceraron la estructura de las Farc, pero esa respuesta de la guerrilla no es la de un enemigo disminuido.
Es más, ¿qué necesidad tiene un gobierno de sentarse a negociar con un enemigo derrotado? La profesionalización de nuestras Fuerzas Armadas fue lo que finalmente logró nivelar la capacidad de respuesta entre estos dos enemigos, y esa es la razón fundamental para que se sentaran a la mesa.
Así como el presidente Santos comprendió que la guerra no se ganaba con el enfrentamiento armado, las Farc entendieron que nunca conseguirían poder político por medio de las armas. Lo que los mantuvo pegados a sus sillas en La Habana, a pesar del constante tire y afloje, fue la decisión política de las Farc de terminar su guerra contra el Estado colombiano. Una marcada diferencia entre este y procesos de paz anteriores; una oportunidad única, porque Santos y su equipo aprendieron bien los éxitos y fracasos de nuestra larga historia en búsqueda de la paz.
¿Cómo asegurar que las Farc no volverán a la guerra si gana el No? ¿Cuántos años o décadas pasarán antes de que las Farc acepten sentarse a renegociar lo ya acordado? Y si las Farc aceptaran no levantarse de la futura mesa, ¿cuántos años tardaría un acuerdo final? Pero ¿cuánto vale un año de guerra? 3.572 colombianos secuestrados, 412.000 desplazados, 717 soldados caídos en combate y 2.088 campesinos muertos.
Después de 34 años de negociaciones y renegociaciones, de pocos éxitos y muchos fracasos, hoy, gracias a las lecciones aprendidas, el presidente Santos sí pudo lograr lo que siete presidentes colombianos trataron infructuosamente: un acuerdo de paz con las Farc.
El acuerdo ya está firmado por el Gobierno y por las Farc. Santos ya le cumplió a Colombia; el turno es ahora nuestro. Mañana decidimos si viviremos en esa Colombia que desde hace 34 años tratamos de dejar atrás, o en una Colombia que inicia con paso firme su camino hacia una paz sostenible y duradera. Yo voto Sí por la paz.


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