ZAMIRA CRUZ REYES & ANYELA ALDANA URANGO
BLOG GRADO 902
TRABAJO DE INFORMÁTICA
¿Por qué Santos sí pudo dialogar con las Farc?
Defensores del No justifican su voto
afirmando que son amigos de la paz, pero que no están dispuestos a aceptar “la
paz de Santos”, y menos la supuesta impunidad que vendrá con ella. Aunque es
válido criticar la gestión del Gobierno durante los últimos seis años,
cuestionar el desarrollo de las negociaciones, e incluso desconfiar del
Presidente, lo que no es válido es votar No sin conocer cómo la triste y dura
historia de los procesos de paz en Colombia es una de las razones principales
detrás de la gran oportunidad que finalmente tenemos los colombianos de
comenzar a vivir en Paz.
Desde 1982, Colombia ha tratado de
negociar siete acuerdos de paz, y en el transcurso de 34 años hemos fallado
seis veces. Un récord que muestra que gran parte del éxito de hoy se debe a que
el presidente Santos recogió importantes lecciones de sus antecesores. Sí, era
clave saber cuándo sentarse con las Farc, pero más importante, y uno de los
grandes méritos de Santos, era reconocer que la construcción de la paz es una
obra histórica y no personal, y que por ello se sentó a esa mesa de negociación
con la historia de nuestros fallidos procesos en la mano.
(Lea también: De la dejación de armas al
debate de las ideas)
Santos inició su mandato como Belisario
Betancur, con la paz al frente de sus propuestas para Colombia. Pero “el plan
de paz de Betancur era excesivamente generoso... Había abogado por una amnistía
general para los alzados en armas en contra del Estado, sin requerir más que
las guerrillas depusieran las armas y retornaran a la vida civil” (Henderson,
2015). Jaime Bateman, comandante del M-19, rechazó su propuesta por considerar
que faltaban reformas sociales y políticas esenciales. Esas negociaciones
colapsaron rápidamente cuando el M-19 se tomó el Palacio de Justicia y el
Gobierno autorizó acciones militares para retomar el control. Mientras tanto,
las Farc y el Partido Comunista cofundaron la Unión Patriótica (UP).
Aunque muchos clasifican el proceso de
Betancur como catástrofe, tres lecciones le dejaron al gobierno Santos. Dos
positivas, que [1]aceptan que “... la oposición armada es un actor político y
que era necesario abrir un diálogo con ellos” (Chernick, 1996); y [2]que abren
la democracia colombiana para darle espacio a ideologías antes rechazadas.
Sin embargo, la lección principal del
fracaso de Betancur, y más importante en el proceso actual, es que la paz no se
puede negociar sin apoyo político, y menos en contra de la ideología del propio
partido.
(Vea aquí: Estas son las historias más
curiosas y los números del plebiscito)
El presidente Virgilio Barco compartía
con su predecesor el compromiso con la paz. Probablemente por la debacle del
Palacio de Justicia, su aproximación lo llevó a limitar el foco de las
negociaciones con la guerrilla al desarme e inclusión política para reafirmar:
“... la autoridad del Estado como Estado” (ibíd.). Pero el gobierno de Barco
coincidió con la guerra de los carteles de la droga contra la administración,
con la presión por las inhumanas acciones de nuevos grupos paramilitares. Estos
factores descarrilaron su plan de paz durante tres años. Aunque Chernick (1996)
considera que la estrategia de Barco no estaba diseñada para terminar el
conflicto, sino para mostrar el poder del Gobierno y deslegitimar a las
guerrillas, la historia muestra que, a pesar de grandes dificultades, el
gobierno de Barco firmó tratados de paz con el M-19, el Quintín Lame y una
fracción del Epl. Tres grupos revolucionarios que dejaron las armas y
retornaron a la vida civil. Ese mismo año, 1989, el M-19 se convirtió en un
partido político aún activo (Sequera, 2014).
Desde ese entonces, ningún otro
presidente ha firmado un solo acuerdo de paz con un grupo guerrillero, y por
ello el legado de paz del gobierno Barco es el más importante para entender por
qué Santos sí pudo. Su implementación pionera de un marco institucional
limitado para negociar la paz se convirtió en la más fuerte de las herramientas
en la negociación de La Habana. Santos impuso una ruta clara, restringida a
cinco puntos, que además excluyó el modelo económico, las Fuerzas Militares, y
el cese del fuego bilateral antes del fin de las negociaciones.
Gaviria asumió la presidencia con el
propósito de continuar las políticas de paz de Barco, pero sus esfuerzos se
vieron opacados por la inestabilidad creada por los asesinatos de Galán,
Pizarro, Pardo Leal y Jaramillo, la guerra contra Pablo Escobar, la reforma
constitucional y la apertura económica. Ante tal coyuntura, un proceso de paz
exitoso era una posibilidad remota, pero sería desacertado atribuir el fracaso
únicamente a las circunstancias en las que se encontraba el país. Más
importante aún fue que el proceso concebido por Gaviria ignoró una de las
lecciones más importantes del gobierno Betancur: las Farc eran y debían
entenderse como un actor político para que el propósito de negociar la paz
pudiera arrancar con una base sólida.
(Además: Víctimas del conflicto,
divididas entre el 'Sí' y el 'No')
Al analizar la propuesta de Gaviria,
Chernick (1996) se pregunta: “¿Por qué un gobierno no puede discutir grandes
problemas nacionales con grupos armados ilegales y usar dichas conversaciones
para encontrar soluciones nacionales?”. Su respuesta es maravillosa: “Encontrar
soluciones conjuntas no implica que la guerrilla represente a la sociedad
civil. La guerrilla probablemente no representa a nadie, y, aun así, el
Gobierno tiene la responsabilidad de promover los cambios que el país necesita
por cualquier medio que sea necesario, y los procesos de paz tienen esa
función” (ibíd.). Esta fue una gran lección para La Habana. Aunque los métodos
guerrilleros son bastante cuestionables, sus voces señalan problemas reales que
afectan a la mayoría de los colombianos. La tremenda desigualdad del país, y la
necesidad de una reforma agraria –pospuesta y fallida demasiadas veces– son
solo dos ejemplos de ello. Dado que las Farc son parte del problema y
contribuyen significativamente a la inseguridad rural y a la desigualdad,
escuchar sus propuestas de soluciones y unirlas a las ideas del Gobierno les
permitió a los actores de esta negociación lograr acuerdos que beneficiarán a
todos los colombianos. Reconocidas técnicas de mediación fomentan que partes
opositoras trabajen juntas en la solución de un problema no solo para llegar a
un consenso, sino para garantizar el compromiso mutuo con la solución
(Schneider et al., 2005).
La presidencia de Samper se ignora en la
historia de los procesos de paz colombianos porque su gobernabilidad fue
limitada por el proceso 8.000. No obstante, su importante contribución fue
recuperar el reconocimiento de las guerrillas como actores políticos y posibles
participantes en el sistema democrático. Aunque pocos lo saben, el gobierno
Samper implementó la nueva Ley 418 de 1997, que reabrió la posibilidad de
negociar acuerdos de paz con la guerrilla; el marco legal que permitió a
Pastrana alcanzar la presidencia bajo la promesa de terminar el conflicto.
El proceso de paz del Caguán arrancó con
los dos mismos errores cometidos 16 años antes por Betancur: excesivas
concesiones a las Farc al desmilitarizar el Caguán, lo que fortaleció al grupo
guerrillero militar y financieramente. Su segunda falla, avanzar las
negociaciones sin apoyo político. Santos fue ministro del gobierno Pastrana, y
vio de cerca los costos de estos errores. Su decisión para que el
desescalamiento del conflicto no fuera parte de la negociación hasta tener un
acuerdo general en la mayoría de los puntos es prueba de las lecciones que
aprendió. Un inamovible que ni seis ceses del fuego unilaterales de las Farc ni
presiones sociales y políticas pudieron cambiar. Santos se mantuvo firme, tanto
que el cese del fuego bilateral solo llegó cuando tuvo el Acuerdo Final en su
mano. Esta fue, sin duda, una de las decisiones más acertadas del Presidente.
La lección aprendida sobre la necesidad
de tener apoyo político se evidenció en las elecciones presidenciales del 2014.
Santos ganó gracias a una alineación silenciosa e inesperada; una fuerza donde
la ideología y los principios partidistas pasaron a segundo plano para unirse
en una coalición por la paz que derrotó en las urnas al candidato de la guerra.
Pero Santos afianzó el apoyo a la paz al incluir a las víctimas y a los
militares en esta negociación.
El fracaso del Caguán propulsó a Uribe
al poder con un discurso agresivo contra las Farc y bajo la bandera de la
seguridad democrática. En su segundo período, Uribe inició dos negociaciones
con grupos alzados en armas.
Pemberthy (2009) argumenta que la
primera, con las Farc, se dio por la presión internacional que demandaba
negociar la libertad de tres contratistas estadounidenses y siete políticos en
cautiverio por más de cinco años.
(Lea: Esto es lo que negociaron el Gobierno
y las Farc en Cuba)
La segunda, con las Auc, confirmó que
“... el paramilitarismo en Colombia es un fenómeno mucho más profundo que su
aparato militar” (Arnson, 2006). Los diálogos diametralmente opuestos con cada
grupo muestran un Uribe excesivamente tolerante con los paramilitares, que
nunca pretendió llegar a un acuerdo con la guerrilla.
Uribe modificó la Ley 418 de 1997, que
incluyó grupos paramilitares entre los grupos armados con que el Gobierno
colombiano puede negociar. Gracias a la ‘pequeña’ modificación, Uribe los
reinsertó, sin medir que así le garantizó a cualquier grupo criminal el derecho
a ser juzgado bajo el mismo marco institucional. Aún más polémico fue su modelo
de justicia para castigar esos crímenes.
Una de sus primeras leyes, Ley 782 del
2002, de Justicia y Paz, propuso penas alternativas con condenas de 5 a 8 años
de prisión para los paramilitares que contribuyeran al esclarecimiento de sus
crímenes y se comprometieran con la resocialización, pero además definía la
posibilidad de indulto para los miembros del grupo. La Corte Constitucional
consideró que esa ley violaba los derechos de las víctimas porque reducía las
condenas de los agresores con tan solo revelar la verdad de sus crímenes
durante procesos judiciales. La Corte obligó a Uribe a incluir en la ley un
componente integral de verdad y reparación.
Esa Ley de Justicia y Paz se convirtió
en la base judicial mínima aceptable para cualquier grupo ilegal dispuesto a
negociar su desmovilización. Más grave aún, esta ley excluyó la posibilidad de
que actores privados y estatales que participaron activamente en el
paramilitarismo fueran juzgados bajo su marco.
La justicia de Uribe le dejó lecciones
cruciales a la justicia transicional propuesta por Santos. De Uribe retomó la necesidad
de establecer penas alternativas, pero abolió la posibilidad de que los
miembros de grupos armados recibieran amnistías totales. De la Corte retomó
que, si no se exige a los juzgados el completo esclarecimiento de sus crímenes,
se violan los derechos fundamentales de las víctimas. Igualmente importante es
que a través de la expresión “en contexto y en razón del conflicto armado”, la
justicia transicional acordada en La Habana repara el hueco abierto por Uribe
al, deliberadamente, excluir a todos aquellos grupos criminales que delincan
por fuera del conflicto.
Esta justicia transicional establece que
los actores privados que financiaron o se beneficiaron del conflicto también
deben responder por sus faltas, aunque también pueden beneficiarse de la reducción
de penas para quienes confiesen la verdad de sus crímenes y reparen a sus
víctimas. Además, el legado Uribe le trajo a Santos un elemento crucial para
dar inicio a la negociación: el mensajero que Uribe utilizó para contactar a
las Farc (Semana, 2012).
Se afirma que las Farc se sentaron a
negociar porque la seguridad democrática de Uribe debilitó profundamente el
grupo guerrillero. Sin embargo, cifras oficiales muestran que en el 2011 las
Farc ejecutaron el mayor número de ataques; el mismo año en que el Ejército
logró eliminar a los líderes guerrilleros más veteranos. Sin duda, las Fuerzas
Militares laceraron la estructura de las Farc, pero esa respuesta de la
guerrilla no es la de un enemigo disminuido.
Es más, ¿qué necesidad tiene un gobierno
de sentarse a negociar con un enemigo derrotado? La profesionalización de
nuestras Fuerzas Armadas fue lo que finalmente logró nivelar la capacidad de
respuesta entre estos dos enemigos, y esa es la razón fundamental para que se
sentaran a la mesa.
Así como el presidente Santos comprendió
que la guerra no se ganaba con el enfrentamiento armado, las Farc entendieron
que nunca conseguirían poder político por medio de las armas. Lo que los
mantuvo pegados a sus sillas en La Habana, a pesar del constante tire y afloje,
fue la decisión política de las Farc de terminar su guerra contra el Estado
colombiano. Una marcada diferencia entre este y procesos de paz anteriores; una
oportunidad única, porque Santos y su equipo aprendieron bien los éxitos y
fracasos de nuestra larga historia en búsqueda de la paz.
¿Cómo asegurar que las Farc no volverán
a la guerra si gana el No? ¿Cuántos años o décadas pasarán antes de que las
Farc acepten sentarse a renegociar lo ya acordado? Y si las Farc aceptaran no
levantarse de la futura mesa, ¿cuántos años tardaría un acuerdo final? Pero
¿cuánto vale un año de guerra? 3.572 colombianos secuestrados, 412.000
desplazados, 717 soldados caídos en combate y 2.088 campesinos muertos.
Después de 34 años de negociaciones y
renegociaciones, de pocos éxitos y muchos fracasos, hoy, gracias a las
lecciones aprendidas, el presidente Santos sí pudo lograr lo que siete
presidentes colombianos trataron infructuosamente: un acuerdo de paz con las
Farc.
El acuerdo ya está firmado por el
Gobierno y por las Farc. Santos ya le cumplió a Colombia; el turno es ahora
nuestro. Mañana decidimos si viviremos en esa Colombia que desde hace 34 años
tratamos de dejar atrás, o en una Colombia que inicia con paso firme su camino
hacia una paz sostenible y duradera. Yo voto Sí por la paz.
CECILIA LÓPEZ MONTAÑO Y NICOLÁS CUETER
Especial para EL TIEMPO
Nota: 7.5
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